36~ Experiencia Vipassana Parte 5: Ecuanimidad.
- Ayelen Vittori
- 25 may 2023
- 14 Min. de lectura
Actualizado: hace 2 días

¡Que bien hecha está la jaula que todavía amamos pintar nuestros barrotes carcelarios! Los mayores secretos de las jaulas es que nunca parecen jaulas, siempre están disfrazadas de Oasis en el desierto. ¿Y si le abrimos un poco la puertita al hámster? para que de vez en cuando pueda salir a mirar la jaula desde afuera y recordar que la jaula tiene manija y picaporte. Que de vez en cuando se puede entrar, entretenerse en la rueda de colores que gira y gira pero también reírse un poco de ella, sabiendo que en realidad no es real. Y jugar, sabiendo que es eso, solo un jueguito de hámster. Gracioso, diminuto e inconsistente.
Como producto de la impermanencia y de la percepción errónea de la realidad ( lo que el budismo llama ignorancia ) desarrollamos instintivamente apegos y aversiones. Cosas que se convierten en el centro de nuestra vida y cosas a las cuales le huimos y queremos desterrar por no ser lo suficientemente apropiadas para nuestros ideales.
Fácilmente y sin darnos cuenta, nuestra realidad queda dividida en dos bandos de un mundo binario:
ME GUSTA - NO ME GUSTA BUENO - MALO PRODUCTIVO - ESTÚPIDO REPETIRLO - ELIMINARLO SOSTENERLO - ERRADICARLO CONSERVARLO - REPRIMIRLO Y podríamos continuar hasta el hartazgo rellenando aquí con nuestras debilidades más profundas.
Entonces, esa frase tan sencilla que Goenka pronunciaba a cada segundo: “Aceptar de la realidad tal como es” se volvía por lo menos, difícil y compleja.
Nos cuesta soltar la “ilusión”, porque aún creemos que nos da placer y porque pensarnos sin placer se nos vuelve extraño e insoportable. Pero justamente la propuesta era todo lo contrario.
Es verdad que al principio sonaba un poco amenazadora pera la invitación real era aprender a liberarnos de esa sensación insoportable de pérdida Post-Placer. Justamente esa que es completamente inevitable.
¡Que bien hecha está la jaula que todavía amamos pintar nuestros barrotes carcelarios!
Los mayores secretos de las jaulas es que nunca parecen jaulas, siempre están disfrazadas de Oasis en el desierto.Y así, como unos locos sedientos, todavía nos aferramos a esos pequeños momentos diminutos de placer, aunque para lograrlos debamos transitar un desierto de esfuerzos sostenidos.
Pero a veces las jaulas parecen más seguras y aunque también nos quiten el aire, ahí nos quedamos.
Aún nos empeñamos en sostener el cuchillo que nos causó la herida, solo porque creemos que el mismo cuchillo también es el que nos defiende cuando lo necesitamos. Las dos caras de la moneda y el apego que tapa una pregunta por la soledad que aún nos cuesta responder.
- Todo apego es miseria- decía Goenka un poco dramáticamente.
¿Dramático o realista? Todo apego conlleva craving, deseo, miedo y un empeño interminable por mantener “eso que sea” inmaculado, intentando que se convierta en algo que no es. Forzándolo, un poco más o un poco menos, y causándonos un gasto de energía mental como mínimo innecesario. Lo que sí es seguro, es que tarde o temprano eso que intentamos sostener inmaculado e inmutable se va a acabar por naturaleza. Nada puede escapar al cambio y ahí está el verdadero problema, al menos que estemos lo suficientemente advertidos de ese detalle. En última instancia, la muerte es la reina consagrada y nada ni nadie escapa de eso.

No somos demasiado buenos aceptando la realidad tal cual es, más bien intentamos hacer todo lo posible porque la realidad se adapte a nuestros deseos o expectativas. Y esos empeños sostenidos -muchas veces afortunados-, nos vuelven más sedientos, más ilusos y nos hacen creer aún más superpoderosos. Pero cuanto más subimos en la escalera de nuestro Ego, más ciegos nos ponemos y más duele luego la caída. Olvidamos que NO tenemos el control, olvidamos que cada momento se diluye y que el cambio es una ley universal mucho más fuerte que nuestras acciones. ¡Imaginate cuan grande se debe haber puesto nuestro Ego y nuestra confusión para apegarnos tanto a lo constante en un mundo de puro cambio! Al final si lo pensamos por un instante, es un camino de sufrimiento asegurado.
¿Suena algo fatalista? Probablemente por eso el budismo ha sido tildado erróneamente de pesimista, cuando en realidad el único fin es aportar luz a ese problema cotidiano sin solución que nos atraviesa a todos.
La buena noticia es que parece que desde estos lados hay una solución posible: Abrirle un poco la puertita al hámster para que de vez en cuando pueda salir a mirar la jaula desde afuera y recordar que la jaula tiene manija y picaporte. Que de vez en cuando se puede entrar, entretenerse en la rueda de colores que gira y gira pero también reírse un poco de ella, sabiendo que en realidad no es real. Entrar para jugar el juego que cada uno quiera, pero con más sabiduría y con otra conciencia que nos produzca menos sufrimiento. Jugar sabiendo que es eso, un jueguito de hámster. Gracioso, diminuto e inconsistente.
Porque al final de cuentas, el problema no desaparece solo porque pretendamos ignorarlo. Y si hay un problema doloroso, ¿quién es el fatalista? El que lo esconde al precio de perpetuarlo o el que lo pone al exterior para, por lo menos, estar advertido e intentar hacer algo con él: por lo menos, cuando se pueda, algo más eficiente. Después de ver la jaula desde afuera, parece más pequeña, más manejable y hasta más inofensiva. Esta dosis de “realidad real” no nos impide dejar de vivir ni dejar de disfrutar de los placeres momentáneos, al contrario. ¡Pareciera que podemos hacerlo con más placer! Conociendo su verdadera naturaleza y apreciándolos más por eso: Si de todas maneras va a cambiar, ¡hagamos que valga la pena!

Parados desde ese lugar con los vientos de libertad que nos da estar sentados mirando la jaula, en esa colina de la conciencia vemos todo distinto… con más luz, más distancia y otra belleza. Contrariamente de lo que creemos, podemos disfrutar más si entendemos que ese pedazo de torta que nos encanta, no va a durar para siempre ¡y que probablemente por eso vale doble! Y seguramente lo mismo con el amor, lo mismo con los momentos, con nuestros seres queridos o con nuestro trabajo ideal. Apreciar sin apego, gran desafío. Una vez más, impermanencia y ecuanimidad que nos hace entender que esa torta no es la mismísima felicidad, que solo es un rico pedazo de torta y nada más. Que no me define, ni mi felicidad depende de ella y ni de su ausencia. Me da placer, es riquísima y podemos disfrutarla, pero no deja de ser un pedazo de torta cambiante y finita de chocolate. Y lo mismo para el resto de las las cosas, las relaciones, las identidades.
Desde esta visión quizás podamos empezar a vivir con más disfrute y amor por todo lo que aparece en nuestras vidas como un verdadero regalo, porque verdaderamente lo es. Lo que está hoy podría no haber aparecido, lo que está hoy podría no estar mañana y lo más importante, no somos superpoderosos ni estamos al control, entonces todo lo que nos sucede deberíamos agradecerlo doble con más gratitud. El saber que todo está en cambio constante carcome poco a poco la exigencia del ego y nos hace más humanos, finitos y mortales, sin que nada de todo eso sea una ofensa, al contrario. Nos permite andar más livianos, más sueltos y con menos aires de consistencia. ¡Y mierda!, que sin todo ese peso, ¡vale más la pena estar vivo!
_________________
La palabra Vipassana significa “visión clara de la realidad” y a eso apuntábamos por medio de la práctica sostenida de introspección profunda. Entrenarnos para observar y comprender los cambios, la naturaleza del sufrimiento y la ausencia de un yo permanente, todo eso en nuestro propio cuerpo. Basta de teoría, porque el budismo es una práctica. No es para filósofos ni eruditos, es una forma de vida.
Nos estaban mostrando un camino de liberación para esa rueda de sufrimiento. Y con ese entendimiento, actuar frente a ella con la mayor ecuanimidad posible, tratando de erradicar el deseo, el apego y la ignorancia- las causas del sufrimiento-, tratando de, por lo menos, de ir en esa dirección, con más herramientas y estando más advertidos. Y experienciarla, porque la única forma de conocimiento es el que se aprende a través de nuestra propia experiencia.
Todo esta teoría íbamos a ponerla en práctica en nuestro campo de batalla: nuestro propio cuerpo durante 10 horas cada día. Dolor, aversión, deseo, expectativas, frustración, apego e ignorancia. El combo completo, todo en nuestro almohadón de batalla. En eso iba a consistir el “entrenamiento”. Eso era la parte práctica del Vipassana: ahora entendía porque hacíamos lo que hacíamos.
Okey. Por fin me había capturado. ¿Donde firmo?

Hermoso día 4.
Me había acostado distinta y me había levantado aún mejor.
Empezaba a entender.
Esto de inhalar y exhalar tenía un sentido y podía empezar a percibir cuán profundo iba. Sentí como que me hubieran abierto la cabeza y ahora tenía una motivación. Ahora sí quería darlo todo, había una causa más que prometedora.
Me levanté un rato antes- sí, incluso antes que las 4 am-. Fui a cargar agua caliente en la madrugada y hacerme unos mates con el único fin práctico de intentar estar menos dormida para las dos primeras horas de meditación. Salí a hacer una caminata por el jardín en lo helada de la noche, pegando saltos y haciendo movimientos deportivos para que algo de la movilidad me despabile un poco. Mi mente había cambiado, ahora quería hacerlo de verdad.
«Trabaja duro, con constancia y perseverancia pero también con calma y amabilidad »
Qué sabiduría se necesitaba para mantener el equilibrio de todo eso. Para no caer en el apego de las sensaciones agradables y los momentos cuando meditar “funcionaba” y era gratificante y hermoso. Pero no eran la mayoría ni tampoco eran estables. Esa sabiduría para seguir siendo ecuánime, para mantenerte constante incluso cuando probablemente todavía me quedara dormida o incluso cuando aún tuviera que levantarme porque mi espalda ya no lo soportaba más. Cuanto entendimiento para volver a entrar a ese cuarto, con actitud positiva, alegría, esperanza, calma y amor. Sobre todo amor, para reconocer todo el esfuerzo que estábamos haciendo ahí en vez de estar tiradxs en algún lugar del mundo mirando Netflix y comiendo papas fritas, o peor aún, llegando a mi casa borracha queriendo desmayarme en la cama y olvidarme de todo lo que estaba pasando. Acá estábamos, intentando inclinar la balanza en otro sentido.
El secreto estaba en la aceptación del presente como sea que sea en ese instante y el desafío era corrernos de los binarios y las expectativas. Sin enojo ni frustración ni huida, porque aceptando era la única forma posible de hacer otra cosa, y al final, también era la única forma para dejar de padecer constantemente: Por lo que no es, por lo que no fue o por lo que no será. ¿Te suena?
Aquí estamos los Drama Queen.
Me empezaba a dar cuenta que todo lo que pasaba en ese Gompa y en este mi cuerpo, era la vida misma. Y cuando comprendo, como guerrera soy letal. Me había hecho una trenza como símbolo de mi fuerza y estaba lista para librar la batalla de la aceptación- todo lo que no había hecho en los últimos 4 años. En mi mente me estaba preparando casi para un entrenamiento ninja. Y así, con esa actitud de guerrera entre al Salón esa mañana, para tener que salir al patio a despabilarme una vez más al minuto ‘40 de la meditación, pero ÉSTA VEZ con la consciencia, orgullo y el amor necesario para entregar todo de mí, porque como diría un amigo: -"Para atrás solo para tomar carrera".
Esa mañana sentí una experiencia hermosa. De repente me invadió una calma que nunca había sentido y una presión en la cara que fue bajando poco a poco hacia todo el cuerpo. Acto seguido sentí como si pudiera volar…así, en la misma posición de meditación en la cual estaba sentada en el Gompa. Sentí que me elevaba. Sentí la velocidad y el aire abriéndose camino a mis costados, como si estuviera entrando hacia otra realidad, otro plano u otro “algo”. Era demasiado real. Tuve que abrir los ojos para chequear que aún estaba sentada y descartar que me estaba volviendo loca, y también porque la velocidad que mi alma-mente estaba alcanzando me asustaba. Mi cuerpo era una especie de triángulo abriéndose paso hacia algún más allá que no podía identificar cual, en un cielo de una noche bien oscura. Estaba suspendida, atravesando capas espaciales. Me quede ahí disfrutando eso por un rato. No llegué a ningún lado, la elevación no tuvo fin pero mi cuerpo voló.

-¡Lo logré! - pensé- no sé qué, pero lo logré. ¡Pasó algo!
Claramente, no había comprendido nada de la charla anterior... pero fue un buen ejemplo de cómo los sentidos y las sensaciones nos gobiernan fácilmente. Para que no se emocionen y sientan que están leyendo a una encarnación de Buda, fue la única vez que sentí algo así, pero sucedió. Esa sensación increíble iba a ser la misma a la cual me iba a tener que desapegar todas las siguientes sesiones de meditación, para volver a contentarme sólo con lo básico: observar mi respiración, una vez más, sin apego ni expectativas.
10 horas meditando era bastante. Lo único que quería era retirarme con dignidad no mucho antes de que sonara la campana liberadora.
La mayor parte de la meditación era solo silencio, pero unos minutos antes de que te termine- especialmente en los bloques más largos- aparecía una canción. Era Goenka cantando algo en Pali, el idioma de Buda. El canto se llama "Metta Bhavana" (la transmisión del amor bondadoso) y estaba compuesto de frases que transmitían deseos de paz, felicidad y liberación para todos los seres sintientes.
La primera vez que lo escuché me reí por dentro. Imaginen a un hombre de 65 o 70 años no demasiado virtuoso cantando sonidos que parecían mantras en un idioma que ni siquiera era hindi o sánscrito, era distinto-, sosteniendo las vocales hasta quedarse sin aire, ¡pero aun así!, sostenerlas con la dignidad de quien canta algo sagrado.
-Esto es un chiste-, pensé la primera vez que lo escuché. Para el día 4, ya me había acostumbrado a sus cantos y nos habíamos domesticado. Esa canción era la cortina musical que sonaba a las 6 am por los altoparlantes mientras triunfantes, luego de la meditación matutina y con el primer sol de la mañana nos dirigíamos hacía el desayunador. Y no tenía ni idea los significados de esas palabras, pero hoy todavía 2 años después lo recuerdo con un amor tan inmenso que aún me eriza la piel.
Pero ahora estábamos ahí, sentadas en el Gompa en los minutos finales de la sesión, justo en ese momento en que tu cuerpo realmente no daba más, que pedís por favor que suene la campana para poder levantarte y terminar la sesión con la frente alta ( ¡Ego! ). Y ahí, casi cuando estábamos por desfallecer, empezaba a sonar esa canción. Esa canción cantada por él que duraba casi 10 minutos, pero en ese estado ya parecían mil. Por un lado era una alegría que haya comenzado, pero muy rápidamente, recordabas que era casi interminable… Que siempre parecía que terminaba, pero no lo hacía… Volvía a arrancar y así varias veces. Casi con lágrimas le rogaba a mi cuerpo que aguante, que “ya casi”, que ya casi nos convertíamos en héroes, porque ¡ha! Olvidé mencionarlo: entrar propiamente en la parte de la técnica de Vipassana implicaba intentar no moverte por completo de la posición en la que estabas, en lo posible, durante toda la o las dos horas que durara la meditación.
Ni para cambiar de posición, ni para rascarte la oreja ni para estirarte.
Ya estábamos en el nivel avanzado.

Ecuanimidad.
Ese sufrimiento que la vida nos produce y del cual tanto hablábamos íbamos a vivenciarlo realmente. No eran puramente arbitrarias las 10 horas diarias de meditación, sino que era una oportunidad intensiva para darle a tu cuerpo una buena dosis de supervivencia.
Todo eso que Buda estaba conceptualizando para la realidad, la técnica de Vipassana te proponía experienciarlo primero en tu propio cuerpo. Volver a las unidades elementales, a tus sensaciones corporales y a la percepción de cada uno de esos dolores físicos, que ya a esta altura se volvían insoportables. Esa cuchillada en el omóplato, esa pierna dormida, ese dolor de cuello, esa espalda sectorizada en dolores que iban aumentando, disminuyendo, moviéndose y transformándose. Esos eran los “elementos” con los que íbamos a trabajar.
-No es más que displacer y como todo en la vida es pasajero y va a pasar tan rápido como le brindes la atención necesaria.
La atención necesaria. Justo lo que nunca queremos hacer con los dolores, observarlos. Entonces… ¿Qué hacemos? ¿Cómo reaccionamos?
Justamente ahí estaba la clave: NO REACCIONAMOS.
Desconcertamos a nuestra mente autómata y le damos una buena dosis de descondicionamiento, o dicho de una forma más hermosa: le damos libertad consciente.
Solo lo observamos con ecuanimidad. Le ofrecemos la posibilidad de alcanzar la consciencia, le permitimos que se expanda a su punto máximo, que tome todo el espacio que necesite, hasta que por ley natural, desaparezca…como un ciclo.
Eso, era lo que íbamos a intentar hacer esos 100 hombres y mujeres en ese invierno de Bodh Gaya: ganarle a nuestra mente, respirar y tomar el mando para empezar a actuar con sabiduría y diligencia, o por lo menos, esa iba a ser nuestra dirección y nuestro intento.
Trabajábamos con el cuerpo, pero íbamos mucho más profundo que eso, íbamos a la lógica y a la naturaleza de la vida misma: Si podemos dejar de reaccionar automáticamente frente a los impulsos corporales más básicos de displacer- y más aún-, si podemos darnos cuenta al menos la forma en que reaccionamos y cómo lo vivenciamos, podemos experimentar cierta liberación del circuito. La punta del ovillo.
Podemos percibir con cierta distancia. Podemos manejar otros tiempos, una pausa para comprender nuestras emociones y sacarles todo el peso y dramatismo que le otorgamos, pero que objetivamente no poseen. Es solo displacer y como todo cambiará de forma, y con ese entendimiento dar un paso atrás, poner perspectiva, practicar la ecuanimidad, observar desde nuestro centro y no desde nuestros deseos o nuestras aversiones. Volver al eje, a algún eje y ver qué es lo que sucede ahí. Solo eso me parece que ya es montón de terreno ganado.
-Esto también pasará- decía Goenka en sus charlas de video y ese cuento me lo sabía bien, porque era un cuento que mi papá me contaba desde muy chica sin saber que era una historia budista: “El cuento de las dos sortijas”.
Resulta que un rey muere y sus dos hijos encuentran lo que su padre había dejado escondido como legado. En una cajita pequeña, un anillo deslumbrante de diamantes y otro anillo muy sencillo de plata. Como suele suceder el hermano mayor elige primero y se adjudica para sí el anillo de diamante, para protegerlo debido a su edad y madurez. El hermano menor, por descarte, toma el sencillo anillo de plata.
-“Entiendo bien que mi padre escondiera el anillo de diamantes, parece muy valioso. ¿Pero por qué esconder esta sortija corriente de plata?- Entonces la examinó cuidadosamente y encontró algunas palabras grabadas en ella: “Esto también pasará”.
-¡Este debe ser el lema de mi padre!- pensó.
Ambos hermanos siguieron sus caminos y como todos, se enfrentaron a los altibajos de la vida. Cuando llegaba el verano, el hermano mayor se sentía extasiado y perdía el equilibrio de su mente. Asimismo, cuando llegaba el invierno, caía en una profunda depresión dejándose afectar fácilmente por los cambios externos.
Mientras tanto, el hermano menor que había tomado el anillo de plata, disfrutaba de la llegada del verano. No trataba de eludirlo, lo saboreaba y se regocijaba con él, pero siempre miraba su anillo y recordaba: “Esto también pasará”. cuando eso pasaba, sonreía diciendo:
- Bueno, ya sabía que eso pasaría. Ha cambiado... ¿Y qué?
Cuando llegaba el invierno y los días se volvían cortos, fríos y desolados, él miraba de nuevo su anillo y recordaba: “Esto también pasará”. No empezaba a llorar ni sufría por ello. Sabía que eso también cambiaría y así lo transitaba. Y efectivamente, esas noches duras nunca duraban para siempre: también cambiaban, también pasaban, como el anhelado verano.
Fueran cuales fueran los altibajos de la vida o las dificultades que le tocaban atravesar, tenía bien en claro que nada era eterno, que todo pasa y que todo surge para desaparecer. No perdía el equilibrio de su mente, solo observaba los cambios como algo natural y sonreía, y así vivió en paz y feliz.
El otro hermano, el que se apegaba a lo material como a la verdad última, no tuvo la misma suerte.
Esta frase era un recordatorio de que tanto las alegrías como las tristezas son temporales, que ambas pasaran, que no serán eternas. Que debemos disfrutar las cosas buenas, porque al final desaparecerán y tener el coraje para tolerar las malas, porque a su vez, como las buenas, tampoco durarán para siempre.
Impermanencia y ecuanimidad. Habitar el presente, contemplar el hoy y encontrar ahí la calma, el ancla y la felicidad de la vida. De eso iba la enseñanza de la meditación Vipassana.

Comentários